Navegante
Salí de casa como se sale hoy en día, sin pensar en la fortuna de tener un techo que nos cobija y comida abundante en la mesa. Mis pasos ligeros y frívolos portaban una remota vocación de baile, que más que sobre un escenario siempre se plasmó en un afán propio por embellecer la vida con filigranas de marfil. Siguiendo con mi proyecto puramente estético, en vez de pensar, para acompañar mis zancadas, cantaba: No pensaba casi nunca, porque una vez lo hice y estuve sin levantarme de la cama durante días, quizás tan solo porque mis pensamientos tomaron la dirección equivocada.
Son casi las diez, y llego tarde al puerto donde mi barco espera. El pueblo sigue tan insulsamente tranquilo como de costumbre: El señor Tupola cocina detrás de su gran ventanal calvinista; yo lo saludo con alegría mientras lo miro a él, pero lo único que veo es a su preciosa hija, que acaba de aparecer y le da un beso en la mejilla, para después ponerse a rebuscar en un gran costurero de latón. Es casi imposible reconocer en ella a la niña que hace diez años lloraba tierna y rosada porque dos pequeños jilgueros, reclamados por el canto de la primavera, habían huido de su jaula.
De repente, Elina levanta su hermosa barbilla, y sus ojos de miel y fresno, se encuentran con los mios a través del inmenso ventanal, recordándome cuanto amor en silencio se perdió en las noches de pasadas primaveras, cuantos suspiros subieron al cielo estival para trasnochar junto a la luna y sus luceros.
Ahora pienso que todo aquello pasó, que mi vida ha tomado otro rumbo, un buen rumbo hacía la mar infinita, y me perdono a mi mismo por guardar un silencio que una vez creí cobarde. Y entiendo, cálidamente, el significado de aquellas palabras no pronunciadas, el manto ubérrimo que se extendió con mi muda voluntad, la tierra sobre la que creció su risa y los verdes brotes que ahora se preparan para amar plenos. Camino, canto y olvido, mientras me alejo de ella, que teje tranquila un botón a la blusa rosa que tan delicadamente vela sus pechos en el último domingo del verano. Nos despedimos sin palabras, quizás, esta vez, para siempre.