15/4/09

Charly


Charly el mexicano vive en La Casa Tomada, un hostal en el número mil quinientos cuarenta de la calle Honduras. Hace ya mucho tiempo dejó México DF, enamorado de una mina, con un futuro tan brillante, tanto, que cegaba el presente. Los años pasaron y la relación pasó. Con la ruptura del corazón vino una temporada oscura: Él tomaba y tomaba, confuso en una borrasca de celos y reproches a si mismo, con toda la impotencia que un hombre puede sentir cuando el cuerpo sinuoso de la mujer que ama se marcha. Se marchan su risa y sus caricias, y se marcha también su tregua húmeda.

Yo compartí un mes con él, bajo un mismo techo. Charly, un tipo grande, fuerte y afable como un oso, dormía de día, con otros cinco muchachos, en un cuarto pequeño donde las literas se apilaban, dejando solo un pequeño hueco para un par de ventiladores, tan necesario en el calor sofocante de Buenos Aires. Por la noche trabajaba en la cafetería del aeródromo, de cuatro de la mañana a once.-Las propinas son buenas y el lugar es tranquilo.- decía.

Gustaba de escuchar metal y ver lucha libre, allá en el salón de La Casa Tomada. Casi siempre con el torso desnudo, lucia los tatuajes que tanta gente luce. Espoleado por las altas temperaturas, bebía cerveza en botellas de litro, y convidaba amistosamente a los otros huéspedes.

Una vez me contó, mientras hablábamos de cómo el limón suaviza y neutraliza algunos sabores fuertes, que durante su infancia en el distrito federal, sus padres les daban a él y a sus hermanos tacos rellenos de cebolla y jugo limón. A los niños les encantaba, era un plato delicioso, y muchos días lo pedían como una especie de premio. Años después su padre le contaría que ese era el plato más económico para ellos, y que así podían desterrar el fantasma del hambre de la familia.

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