Hugo se sienta a mi lado. Está inquieto. Huele a alcohol. Los asientos son demasiado estrechos, y ambos nos hemos empeñado en llevar las mochilas con nosotros: no hay suficiente espacio. Como aún quedan algunas plazas libres, Hugo se desplaza a otra fila de asientos. Yo respiro aliviado, pues la desconfianza había hecho hueco en mi corazón, y me sentía incomodo en aquel ómnibus con dirección al sur de la Argentina.
Comienza el viaje, estoy nervioso. Nada más arrancar el motor, me levanto a preguntar al conductor si efectivamente vamos con destino a Río Gallegos, provincia de Santa Cruz. Me tranquiliza con una afirmación y una leve sonrisa mientras Buenos Aires se despide con una ráfaga de polución, con pobreza, con flores en el pelo.
Unas cuarenta horas de carretera esperan, y Hugo permanece lejos en la otra fila de asientos, pero la falta de confianza todavía no me ha abandonado, aunque lucho con toda la fuerza de mi razón: He aprendido que cuando uno es extranjero, extraño, no posee mayor herramienta que la fe en el prójimo. Y siguiendo esta enseñanza, hasta el momento el balance ha sido positivo.
Las paradas en la ruta son más frecuentes de lo que hubiera deseado. La noche austral ya ha caído y Hugo, tras la subida de nuevos pasajeros en La Plata, se ve obligado a volver a su asiento original, junto a mí. Ahora habla escuetamente por su viejo celular. Ya no huele tanto a alcohol y está más calmado, lo cual me calma a mí también.
Hugo es moreno y gordito, como su nombre, aindiado y lampiño. Parece tener aproximadamente mi edad. Nos mantenemos en silencio, mientras yo prosigo leyendo 62/ Modelo para Armar. Ya no hay nada que ver a través de la ventanilla que me arrincona, tan solo luces que deslumbran con su ámbar enfermizo. Rompe la monotonía la llegada de las bandejas con la cena autobusera: Nos intercambiamos el buen provecho, y un puente de milanesas con puré de papas se tiende entre nosotros dos.
Entre bocado y bocado, caen nuestros nombres, nacionalidades y alguna palabra más. Hugo Nació en Buenos Aires, pero vivió casi siempre en Formosa, y lo recuerda con cariño, mientras se queja de que nadie conozca aquel rincón húmedo y caluroso de su país: Allí cazaba yacarés y cuatíes, era feliz, pero la falta de plata le obligó a volver a la gran ciudad, donde formo una familia, antes de marchar al sur a trabajar en una refinería. Yo también hablo un poco de mí, con esa mezcla de timidez y orgullo que noto cada vez que confieso mi profesión: médico, psiquiatra” Sí. El de los locos” traduce Hugo.
Él se disculpa por no haber tenido oportunidades para estudiar, quizás tampoco tenia capacidad: su castellano es tosco, poco articulado y quizás tras confesarle mi profesión, Hugo se anima a confesarme porque ahora vuelve a la ciudad: Su hijo pequeño tiene un tumor cerebral. Le operaron hace dos años. En los controles estaba limpio, pero ahora el tumor ha reaparecido, y esta vez la resección no es posible. El niño está recibiendo quimioterapia en el Hospital Garrahan. Por eso ha viajado unos pocos días a la capital. Yo me siento frívolo en mi peregrinar.
Imagino un pronóstico infausto y no pregunto más de lo que él me quiera contar. Pasa el tiempo en silencio, con ocasionales conversaciones donde evitamos el dolor. El suyo, que yo no tengo. A las 23 horas del Domingo llega a su destino, Comodoro Rivadavia, en la frontera de Chobut con Santa Cruz. Me levanto cuando se levanta y le doy un abrazo. No le deseo suerte. Pido por su hijo. Como puedo, con fe raquítica. Pienso en su hijo.