30/1/09

Más historias


La noche de los púberes se diluye despacio entre inopinadas blasfemias, risas y ojos de midriático vidrio. Los muchachos y muchachas intentan exhalar su barata ebriedad en el abarrotado autobús municipal, mientras el sábado se convierte en domingo. Una pareja de quinceañeros se besa con ansia y torpeza; los otros, que están solos, suspiran por unos ojos que no les reflejan; o por unos senos que no acarician; o por una sonrisa que se ha escapado como una paloma.
Las grandes manos agarrándose a las barras, sostienen los cuerpos desgarbados que se zarandean en las curvas. Él alcanza los asideros con dificultad. No puede dejar de verse más bajito que los otros; tampoco puede aun dejar de ser tímido, temeroso de si mismo, de la persona que desde hace poco tiempo está comenzando a forjarse: ese hombre a medio hacer, que recién ha dejado de ser niño, y que según dicen algunos apunta lejos, aunque él no esté seguro, o ni siquiera se lo haya preguntado.
Su amigo Miguel, rizoso, casi gitano, mucho más enraizado en el presente y en la tierra, está multiplicando una historia divertida de la inocente noche que acaban de apurar. Él contesta con la risa a sus exageraciones, pero la parada del moreno llega y han de despedirse con esa mezcla tan juvenil de extroversión y dureza.
Y queda solo en el autobús municipal, con los otros niños casi hombres, con las niñas que ya sangran. Quedase él cavilando, como siempre, pensando infatigable: absorto, con su pelo largo húmedo por la incesante llovizna que remojó toda la noche, piensa en lo que echaran en la tele al llegar. Quizás pongan alguna película de ciencia ficción de esas que tanto le gustan. Los chubasqueros y las cazadoras vaqueras se acarician, empapadas, mientras van pasando las paradas que preceden a la suya, y la ciudad se va convirtiendo en humilde extrarradio: Calvo Sotelo, Ayuntamiento, Jesús del Monasterio, Numancia… de súbito, como teletransportada, una torpe y borrosa figura, aparece entre dos abrigos, acurrucada como un animal herido, como un feto. En un rincón del bus, sentada casi en el suelo, ni si quiera parece tener derecho a un asiento. Es una mujer pequeña, rechoncha, rubicunda. Su pelo graso y castaño es corto, lleno de remolinos que apenas ocultan las groseras orejas. Los ojos azules y como ausentes consiguen no sumar belleza alguna al rostro, salteado por profundos poros y donde una especie de grano sebáceo y eritematoso en el surco nasogeniano acapara toda la atención. Su mentón escueto y arrugado parece hallarse en un puchero perpetuo. Y el cuello, seguramente inexistente, se encuentra cubierto por una vuelta de lana. Lo demás en ella también es despropósito: La cazadora sintética con parches de colores; la falda demasiado corta y áspera que deja en evidencia unas piernas blancas y rollizas, con largos pelos, envueltas solo en frio y lluvia, rematadas por unos botines tan rojos como incongruentes.



Él no puede dejar de mirarla, hipnotizado por su ordinaria fealdad, tan ordinaria que casi sobresale por el otro extremo. Observa como la mujer lleva algo dentro de su puño derecho, apretado como si fuera la vida misma. El chico distingue primero un color rojo arrugado, para segundos después, reconocer la verdadera naturaleza del pajarillo de papel: un billete de dos mil pesetas. Ella tensa sus nudillos con fuerza y no mira a ningún sitio, vacía o avergonzada, desterrada. Ninguna oportunidad para ella. Ninguna. Carnaza y miseria. Sexo que horripila.
Siguen pasando las paradas, y la mujercilla a penas se mueve, a penas reacciona. Solo aprieta su billete rojo y sucio, con su mirada fija en ninguna parte, probablemente empapada en vino barato. Y el muchacho, desde la distancia y desde los restos de lluvia en su frente, la mira y la repasa a unos prudenciales dos metros, tan curioso como conmovido y asustado, pensando si su juicio, en ese autobús dirección Cazoña será errado o no lo será. Sigue mirando los dedos gorditos; mira el billete engurruñado que rebosa, rebasa los límites de la pequeña mano, como si fuera más grande que ella misma.
Se apea del autobús frente al Hospital Universitario, que pronto le vera cursar sin dificultad pero no sin esfuerzo la carrera de medicina. Piensa que acaba de ver a una puta, que se aleja hacía la periferia con su inútil pájaro carmesí apresado en el puño. Y piensa, también, que la pobre puta no se parece en nada a Jane Fonda o a Julia Roberts, que a veces salen en las películas de los sábados por la noche.

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