Notophagus
Me llamé Ignacio Solar, fui un muchacho, una especie de homínido. Ahora no tengo ni huesos ni nombre, y vago por las dimensiones infinitas de una memoria compartida por todo aquello que vive. A veces me canso de ser, pero poco importa esa sensación que vagamente me recuerda los horrores y placeres de mi antigua condición humana. Condición que comencé a olvidar, a contaminar, a recrear, en el continente que una vez se llamó América…
Aun recuerdo, palabra por palabra, lo escrito en las páginas amarillas de aquel diario, porque memoria es lo único que de mi queda:
“…En el sur de la provincia de Santa Cruz, se yergue el cerro Chaltén como una herradura de roca descascarillada que apunta con sus cuernos al cielo, no sé si como revancha a un dios o como intento de comunión con los ángeles.
Hace algo menos de un año, en casa de una amiga madrileña/bilbaína contemplé, grabada en un hermoso libro, la imagen del cerro: Mole sobrehumana, desgarrando nubes, que trae la voz del tiempo infinito. En aquel salón donde pernocté, en Arturo Soria, confortable pero nervioso por circunstancias ahora lejanas e insignificantes, pensé en que quisiera llegar a sus pies, tocar su pared de piedra que es una, y que es una con este planeta. Jamás pensé en alcanzar su cima, pues no podría, y mi creencia es que debo permanecer abajo, humilde, a sus pies.
Y las circunstancias me acabaron postrando efectivamente a sus pies: sobrevolando el atlántico, cruzando la Pampa, sobre la carretera de las rectas interminables, a través de los controles policiales numerosos y de las noches dolorosas del ómnibus. Habían pasado diez meses desde que ojeara el libro, y ni siquiera podría explicar con claridad porque llegué allí, pues mi vida es ahora el vuelo de una hoja, o la suerte de un madero, arrastrado hasta la costa por las vivas mareas de setiembre.
En la primavera del sur de la Patagonia, que a veces es afilada como el más puro invierno, me hallé, preso de aquel deseo incubado a doce mil kilómetros de distancia. Que cerca estaba de observarlo, de hacer reales las palabras leídas en aquel viejo libro; De hecho, con cada paso, las hacía más reales, con cada metro que ascendía, con cada recodo, con cada corteza por mi mano acariciada. Algunos habían muerto intentando alcanzar esas cimas, yo no pensaba en aquello. Me sabía ya en un vuelo vertiginoso, en falsos círculos, por el cosmos inabarcable, en una nave de rocas y magma, de agua y vida. No necesitaba subir, pronto en unos años, sería todo.
Bebí del agua cuando tuve sed: La tierra generosa me la ofreció como la madre ofrece leche a su niño. La sombra hizo temblar mi cuerpo con frio, y los rayos de un sol lejano y errabundo acariciaron mi piel como solo mi amada, ahora tan lejos, sabe hacerlo.
Un árbol me recordó la vida que fluye dentro, y como quien quiere donar lo más puro a la institución que lo ha formado, como un gran regalo que llevaba dentro, como un torrente espontaneo y pulsátil, derrame mi esperma sobre la corteza de aquel inmenso notophagus. Con un beso en su tronco me despedí, llevando conmigo el sueño loco de que mis gametos perduraran para siempre y llegaran a ser algún día hijos de los astros.
¿Acaso es tan difícil de entender que queramos vivir para siempre?...”
Los años sucedieron a los meses, y los siglos a los años, los milenios a los siglos, y aun se podía, si algún humano hubiera podido, observar desde la ladera de aquel monte la corteza petrea y viva del notophagus. A sus pies, algo vagamente vegetal, una promesa tierna y verde cuyo tallo era interrumpido en su parte más distal por tres estomas rodeados por tejido muscular, comenzó a emitir un sonido dulce, de inédito timbre, y su nuevo canto nunca dejó de viajar.
2 comentarios:
Que borgiano y bonito.
¡Gracias!Sí que es borgiano,sí.
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