Este lado de la camilla (una historia iberoamericana)
La tarde estaba siendo lenta, viscosa, farragosa, como un bote de gel de ducha que se abre en medio de la mochila. Humberto no tenía nada que hacer, salvo esperar que ellos llegaran, y esa tensa espera impedía que pudiera hacer cualquier cosa útil con su tiempo. Era incapaz de concentrarse cuando estaba en medio de aquellas interminables guardias y a menudo solo podía emplear su tiempo en maldecir aquella incapacidad, sobre todo teniendo en cuenta que le esperaba una vida llena de días así: Para ser más exactos, unos cincuenta días al año, lo cual multiplicado por treinta años, venía a significar 1500 días. Cuatro años encerrado entre aquellas paredes; cuatro años viendo la muerte protegido por una bata blanca; cuatro años de ropa etiquetada con su nombre; cuatro años administrando un conocimiento adquirido y pulido durante décadas. Intentando evitar, posponer, paliar, conocer algo sobre la vida, la muerte y sus interfases. Y Viviendo la misma muerte, sin distancia, sin armadura, cuando no tiene esa bata…Una vida casi entera le queda por delante.
Eso suponiendo que no le ocurriera como a su amigo Alberto y el sueño de trabajo y prosperidad quedara súbita y ridículamente truncado. Aun no podía dejar de pensar en todo aquello, por más que hubieran pasado ya un par de años.
¿Qué milagros esperaban al otro lado del continente, más allá de los Andes y del Potosí, al otro lado de un océano que nunca fue el suyo? Qué tan bueno se suponía que era cambiar el país propio por uno lejano aunque no tan ajeno. Qué tan bueno, para acabar sufriendo una interrupción súbita de la vida, más propia John Bonham que de un licenciado en medicina vivaracho y parrandero.
Cada día, cuando Humberto iba para el trabajo caminando bajo los madroños, cuando distraído entre los semáforos y el sueño era asaltado por la memoria, pensaba en aquello, en lo fácil que podía ser que hubiera sido él quien se hubiera atragantado después de aquella copiosa comida con un representante farmaceútico. Y que solo por ese azar, nunca hubiera llegado a estar sentado frente al examen de acceso para la plaza de médico interno residente. Pensaba En lo fácil que hubiese sido que el pupitre vacio que quedó detrás de su respaldo no hubiera sido el de Alberto Ortiz, si no que Alberto hubiera tenido un hueco delante de su mesa, y que Alberto hubiera tenido que realizar las 260 preguntas del exámen intentando no levantar la cabeza.
En cambio fue él, Humberto Ortega, quien tuvo que sostener la concentración y tragar lágrimas por la garganta para no mirar atrás durante las tres horas de prueba, mientras las hojas inertes con el nombre impreso de Alberto Ortiz en la parte superior, abandonadas, observaban casi vivas su espalda. Algunos se preguntaban para distraerse de sus propios nervios, porque esa silla estaba libre. Solo Humberto sabia que era porque la muerte se lo había llevado, y aquello era demasiado íntimo para compartirlo con los otros aspirantes.
Ahora , aquel chico valiente y entusiasta que no escatimó ni soles ni euros en llamadas telefónicas para convencer a Humberto y a su padre de que en España le esperaba una vida mejor,no estaría allí para compartir los pequeños triunfos que se iban acumulando como monedas en la hucha lejana de la infancia. Solo quedaba un niño pequeño nacido español con un padre muerto cuyo nombre llevaba y una madre joven y viuda cuyas lágrimas enjugaban pañuelos casi extraños.
Y no está mal Humberto aquí, pero la vida antes, no por estar en un lugar o en otro, si no porque el tiempo se sucede con los inevitables accidentes, la vida antes era más sencilla, menos irónica, no planteaba retos crueles y estocásticos. No te obligaba a seguir. Simplemente estabas allí tranquilo, viviendo cosas sencillas, con poco dinero y pocas ambiciones; con poco futuro y la misma y exacta cantidad de presente que ahora.
Era más sencilla antes sí, porque durante los últimos episodios de su vida, todo tenía un significado profundo, abismal, revelador. Todo se había vuelto monstruosamente elocuente: Desde los cuatro meses que el cadáver de Alberto tuvo que esperar para regresar al Perú, hasta el hecho de que Humberto tuviera que sacar el cuerpo congelado de su amigo del contenedor español porque los contendores de cadáveres que enviaron de Perú eran más pequeños, y de otro modo el transporte no hubiera sido posible. Era un muerto con su propio purgatorio instalado en tierra ibérica. La distancia se convertía en tiempo robado a la familia y a los amigos. Incluso después de la muerte.
En la modorra de la tarde, a la espera de un nuevo paciente, todo aquello le venia a la mente, y pasarían muchos años antes de que pudiera olvidar y hacer de aquellas largas pausas entre procedimiento y procedimiento algo provechoso, pues la memoria de quien él podía haber sido lo visitaba con frecuencia, sin piedad.
Así que mientras la memoria del difunto se disipa como la niebla con el calor creciente del sol que nace, Humberto hace el trabajo bien, con cariño, intentando con la paciencia de un artesano vencer los prejuicios que sobre su piel morena y su acento dulce y lento aun pesan. Devolviendo inconsciente el legado inmenso de una historia de pueblos entreverados. Trayendo la memoria viva de un continente en sus manos y sus labios. Trayendo la memoria pero sin revelar cuan duro ha sido llegar hasta este lado de la camilla.