-¿Hijo?
-Sí, estoy aquí padre ¿Qué necesitas?
-Nada, ya no necesito nada. El momento ha llegado.
Las hojas reverberan verdes y doradas en lo último de la última tarde de verano. La cualidad de los rayos es casi liquida, y estos se van derramando por entre los intersticios del gigantesco ombú, que alberga sobre sus ramas las chozas de las doce familias. El joven Gu-Han, pálido y conmocionado, traspasa el umbral y camina etéreo como un suspiro hasta el final de la rama, dejando asomar su rizosa cabeza fuera de la copa. Nota la presión en su garganta, el nudo que no cesa. Los ojos ya están cargados de lágrimas, y solo su miedo a parecer el niño que a partir de hoy nunca volverá a ser impide que se derramen las gotas sobre sus pecosas mejillas.
Delante de sus ojos hay una selva que parece infinita en su verdor, que parece que nunca nació. Gu-Han desea en silencio que Padre no hubiera dicho lo que acaba de decir, pero está dicho y el respeto a la palabra de sus mayores es la ley que yace más profunda en el fondo de su pecho. Ningún pájaro, de los cientos que vuelan sobre su cabeza, ha dejado de graznar, y el cielo rojo contempla impertérrito al muchacho. Tras frotarse los ojos con su gran mano de adolescente, inspira profundamente, y se da la vuelta en dirección a la choza. Sus piernas tiemblan, pero no duda. Ya no duda.
Antes de volver a traspasar el umbral para acercarse al lecho donde yace su padre, Gu-Han echa una mirada hacía abajo: Un telar de ramas es lo que ve, cientos de ramas entrecruzadas en aparente caos, pobladas de humanos y otros simios, perforadas por las larvas y toda la demás vida que alberga el ombú, que parece casi un planeta en miniatura. Sumergido ya de nuevo en la espesura de la copa del árbol-nación, el muchacho alza su cabeza en busca de un rayo de sol filtrado entre los miles de hojas, pero no logra encontrarlo. No se ha dado cuenta de que ha pasado mucho tiempo fuera mirando a la nada, rezando a todos los dioses, y el sol ya casi se ha ocultado por completo. Para él ha sido solo un instante pero el planeta no ha dejado ni de girar ni de vagar.
En el lecho yace el viejo Da-Han, despojado de orgullo y revestido de un aura indescriptible. Está casi inválido pero irradia tranquilidad, pues el dolor hace días que se canso de molestarle. Al ver entrar a su hijo, emplea sus escasas energías en mostrar una sonrisa de gratitud, y el calor de esa sonrisa, fortalece la voluntad del hijo, que ahora ya está dispuesto a comenzar el ritual. Comienzan a repetir las frases, con la memoria de los siglos, pero cargadas de calor y devoción, como si hubieran brotado por vez primera de un pecho humano.
-Déjame ser parte de ti, hijo, antes de marchar de este cuerpo. Llévame a tus labios como el agua del rio que tantas veces bebimos y que nunca se agotó ni se agotará.
-Te llevo a mi boca padre, y de mi boca te llevo a mi sangre.
-Tu sangre que nos lleva a nosotros, tus progenitores, en su esencia
- Sangre que formó mis huesos, entonces tiernos como verdes tallos; sangre que portó el germen de mi corazón. Sangre de madre, que forjó el rubor en sus mejillas para atraer la leche sagrada hacía el seno de la vida. Sangre de padre, que te dio la turgencia, vital y necesaria, para depositar en la sagrada matriz, la mitad de una vida.
La madre de Gu-Han no está presente allí. No soportaría la ceremonia, aunque ella participó en el ritual de transición de su propia madre hace ya muchos veranos. Ella se despidió del moribundo la noche anterior, y soporta como puede una separación que quiere creer será temporal, igual que lo fue todo el amor que ellos dos derramaron sobre ríos y tierra. No puede evitar llorar ni tampoco puede evitar que su fe sea débil en ocasiones y entonces la pena la coma por dentro, como un parásito voraz. Aun así, ya desde la mañana había dejado dispuesta la cuchilla ceremonial y el punzón de ébano, pues algo en su corazón le dijo durante la última luna nueva que esta la de hoy sería la jornada del tránsito. No se equivocó.
El intercambio de frases prosigue, mientras el médico-brujo aguarda con su séquito a la puerta de la choza, para que el niño que deja hoy de ser niño se sienta acompañado en el momento de traspasar este umbral de carne y tiempo.
-Hijo, ahora yo entro en tu sangre; Ahora soy yo quien es acogido por tu vientre y, por la gracia del blanco marfil de tus dientes que me reduce a lo minúsculo desafío a la muerte y me lanzo al futuro, a la espiral infinita…
Una tos súbita interrumpe las palabras del padre. La respiración se ha hecho terriblemente dificultosa, y con una mirada tan tierna como firme, Padre indica a Gu-Han que ha llegado el momento de empuñar la cuchilla y el negro punzón.
-…Gracias hijo. Para siempre.
-A ti padre. Desde siempre.
Los estertores del padre llegan ahora con violencia, y su cuerpo emaciado remeda un títere, el viejo se sacude como un pelele, y el joven tiembla como la llama en la vela. Ambos saben que es el momento y Gu-Han levanta el punzón sobre su cabeza y lo hunde justo debajo del esternón, ahogando un infinito grito, que no se sabe a quién de los dos pertenece.
Un sonido ahogado, leve, de metal entrando en carne, traspasa las paredes de la choza. Es seguido por un crujido. El médico brujo, que esperaba la señal emitida por la carne, comienza a orar junto a los otros. Es un momento de respeto y adoración. Respeto por lo que el venerable anciano había sido y por lo que ahora pasa a ser. Por lo ordinario extraordinario.
El corazón no se deshace fácilmente en la boca, y Gu-Han mastica en silencio, bebe vino durante horas. Mastica en silencio con la paciencia que da el amor, sin sollozos. Se embriaga. Traga. Las lágrimas no tienen cabida. Mastica en silencio. Traga.Bebe.Se embriaga Su padre estará con él ahora. Más cerca. Mastica. Bebe. Ama. Muere. Crece.
Afuera,sobre las oraciones, bajo las estrellas, los cantos de las aves prosiguen, como fulgurantes pespuntes sonoros en el manto infinito de la madre noche...